lunes, 23 de noviembre de 2015

La casa de mis padres tuvo rejas desde que después de una noche de tormenta mi madre al despertar encontró las huellas lodosas de un hombre que entró a pasar la noche en la recámara que compartiamos mi hermano y yo. Esa noche por miedo a lluvia y relámpagos mi hermano y yo habíamos dormido con ella.

A veces pienso que los herreros de mi pueblo se promovían forzando puertas y abriendo ventanas en los momentos menos esperados para demostrar la utilidad y urgencia de su producto.

En mi colonia toda casa se defendía a reja maciza. Las casas sin rejas eran pobres, tristes, casi siempre trailas desvieladas o cuartos de triplay con lámina sin nada que valiera el trabajo de entrar por una ventana o encontrar la combinación de un candado.

Ahora sólo veo rejas si paso por Oakland. Aquí veo guajolotes callejeros, venados suburbanos y gansos que atraviesan el aire frente a mi ventana de tercer piso.

El silencio absoluto me ha hecho descubrir los sonidos de mi pulso. Cuando la inmovilidad de estar  casi completamente dentro de mi mente me engarrota el cuerpo hago un par de posturas de yoga en el piso. Ansiaba esta tranquilidad. La frontera rinde, vence, vacía.

Cada semana me dejo clavar agujas en las manos, los brazos, los pies, las rodillas, el cráneo, la frente, las orejas, a veces el pecho. Me quedo inmóvil escuchando una flauta y una fuente con un cojín de semillas sobre los ojos. No duermo. Solo sigo instrucciones:

1. acariciar los pensamientos y dejarlos ir.
2. pensar que mi cadera tiene raíces fuertes y frondosas que entran en la tierra y toman su fuerza.
3. respirar hacia el vientre.
4. disfrutar del descanso con la carne atravesada hasta los tendones, inmóvil, serena.